domingo, 5 de febrero de 2017

Hacedores de reflejos

No me gusta escribir. Es uno de los oficios más crueles del mundo. Encadenar palabras, frases, párrafos y páginas enteras para imitar a la vida. Ser escritor es como trabajar en reflejos en el agua: se hace proyectando la realidad y nunca se puede dejar de creer en esa imitación como algo real. La incapacidad de girarme hacia ella y mirarla cara a cara es lo que me obliga a construir una libre interpretación entre los espacios de la estructura rígida del lenguaje. Es como mirar al sol a través de un negativo fotográfico, evita dejarme ciego. 
De forma casi autómata no puedo parar, día tras día, de construir reflejos. Será para montar un castillo de naipes que se convierta en el testamento de alguien que, por puro narcisismo, intenta pasar a la inmortalidad del papel escrito. Los he creado de casi todo lo que me ha sido posible. Por ejemplo, he moldeado una amplia gama de los olores de mi infancia: el que conformaba la mezcla de incienso y perfume de las vecinas en misa de los domingos, las cuales, justo después de santiguarse ante el altar, se apilaban unas junto a otras en diversas posturas penitentes: unas de pie, otras arrodilladas. Percibo también, con mucha más fuerza que cualquier olor de esta gran ciudad, el aroma del pueblo en plena matanza: la lumbre recién encendida, el hedor de la carne cruda y el tufo avinagrado de las tripas de vaca. No me ha sido posible despegar estos aromas del sonido –el gruñido agudo de la muerte- de los cerdos al morir ni del trasiego vertiginoso de las vecinas buscando su lugar dentro de aquel rito carnicero.
Qué difícil me sería sin los reflejos volver a vivir aquella tarde de verano donde la orografía de un cuerpo ajeno, que llegué a sentir por primera vez como propio, acabó en confabulación con el alboroto de los pájaros al otro lado de la ventana y se prodigó como verdad salvadora. 
Dirán, quizá por todo esto, que la escritura es una cosa de soñadores, que es difícil que la literatura pueda sustituir el susurro de tu nombre en una boca deseada o el dolor de un ser querido cuando se va. También dirán que es imposible que la escritura pueda mitigar el pánico de la visita –tantas y tantas noches- al oscuro pozo de la duda existencial; que ni siquiera puede acercarse al hecho rutinario de ver pasar los árboles a través de la ventanilla de un tren. Porque la vida, dirán, es mucho mejor que la escritura. Pero yo diría que como un cancerbero bicéfalo una no existe sin la otra. Y este, ni más ni menos, es el motivo por el que no me gusta escribir: por la enorme responsabilidad que tenemos de seguir haciéndolo de espaldas a una realidad que sin hacedores de reflejo, no existiría. Y no existiría por un único motivo: porque lo que no se refleja no existe.