sábado, 14 de mayo de 2016

Carta abierta a una sociedad heterosexual

Cuando era pequeño siempre pensaba que cuando tuviera esos lejanos 30 años tendría mi familia; una esposa que fuera muy hacendosa y unos hijos a los que ayudaría a hacer los deberes cuando llegara del trabajo. Quiero pensar que todos, cuando somos niños, pensamos en esa estampa como cúlmen de la felicidad terrenal. Nacer, crecer y morir junto a tu compañera de vida dejando un legado en forma de genes; la necesidad de repetir los patrones que vivimos, sin pensar que existe millones de formas más para ser feliz. Ahora, ya rozando los 30, me he dado cuenta que la vida me tenía preparado algo mucho mejor: ser dueño de mi destino.
Soy homosexual. Y aunque no quiera, será la etiqueta que me acompañe siempre en mi relación con esta sociedad heterocentrista. Podría ser cirujano, presidente del gobierno o un asesino en serie, pero la etiqueta siempre estaría presente: cirujano homosexual, presidente homosexual o asesino homosexual. Siempre seré el amigo gay o el compañero de trabajo gay. El vecino gay o el hijo gay. Eso sí, para algunos no pasaré de ser un maricón a secas.
Celebro, y gran parte de la sociedad lo hace, la adquisición de derechos que estamos ganando a lo largo de lo años: el matrimonio, la adopción o la posibilidad de poder expresar nuestro amor en público con el mínimo (en el mejor de los casos) de reproches. Pero si nos paramos a pensar detenidamente lo único que ha cambiado es la forma, pero no el fondo. En una sociedad donde cada vez nos importan menos los demás, la parte buena es que puedes hacer lo que quieras mientras no molestes. Eso nos ha llevado a conquistar unos derechos a base de mucha sangre y sufrimiento para poder igualarnos ante los demás; elegir dormir, y hacer el amor en el mejor de los casos, con quien queremos ya nos coloca en un status más bajo que al resto y tenemos que iniciar una lucha para recuperarlo.
Tenemos constantemente que demostrar que no somos pederastas, ni viciosos, ni gente de mal vivir. La obsesión por ser como el resto nos lleva a exigir a todo el colectivo que se comporte como debería de comportarse una persona normal. Nos vemos obligados a defender diariamente nuestras decisiones y las de nuestro colectivo para poder seguir en la élite social, lo que crea un conflicto interno: marginamos a la persona con pluma, a la que le gusta los cuartos oscuros o a la que ha elegido una vida que no se adapta a las concepciones judeocristianas de nuestra sociedad occidental; todo por demostrar que no somos la amenaza que nuestros detractores intentan demostrar.
Luchamos contra la Iglesia, contra Dios, contra la derecha y, a veces, en momentos de debilidad contra nosotros mismos. Vivimos en una constante guerra en la que tenemos que demostrar, demostrar y demostrar que somos dignos de sentarnos en la mesa del primer mundo.
No todo está ganado. Tenemos que asumir que no somos iguales al resto, que siempre nos acompañará la diferencia, la diferencia de no hacer lo que la sociedad exige. Somos una pieza más de este mundo plurimórfico y no debemos intentar encajar donde no está nuestro hueco. Tenemos que luchar incansablemente por nuestros derechos, pero no para ser iguales sino para ser diferentes en igualdad de condiciones.
Aún así, entre tanta diferencia hay una cosa que nos hace a todos iguales: el amor. Con tanta lucha a veces olvidamos que por lo único que estamos luchando es por amor, por el derecho a decidir a quien amamos y demostrar que eso no tiene género, orientación ni expresión sexual; para que cuando se mire a dos hombres o mujeres cogidos de la mano el resto del mundo se pueda reconocer en esas miradas, esos ojos o esas caricias; y que tantas diferencias que nos separan nos unan en un clónico sentimiento por el querer compartir, follar, discutir y hasta odiar a la persona de la que estamos enamorados.
Ahora, que ya estoy crecidito, me he dado cuenta que el destino me había guardado algo mucho mejor para mi: el poder desarrollarme como persona, sin abrazar estereotipos y sin tener que seguir unos cánones que no a todos les viene bien. Aunque la lucha continúe, tengo que asumir que mi diferencia es lo que me hace ser yo a los ojos de la sociedad. Además, sentirme afortunado por saber que tengo detrás de mi a muchísimos hombres y mujeres que han dado su vida por luchar por los derechos que ahora disfruto  y que pueda pasear de la mano con quien quiera.
Ese orgullo gay del que tanto se habla, entre carrozas y confeti, realmente está vivo cuando los demás lo único que pueden hacer es añadirle la palabra homosexual a cualquier sustantivo que esté relacionado con tu persona; y sobre todo y más importante, cuando con una gran sonrisa pienses: Gracias a los que conseguisteis que todo se reduzca a un adjetivo que nos acompaña en nuestros quehaceres diarios en una sociedad donde la diferencia se paga caro.

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