domingo, 22 de mayo de 2016

La importancia de lo imposible

Es difícil pensar en las cosas imposibles, quizá porque nunca van a suceder; o porque por mucho que las imagines sabes que no llegarán.
Imposible es mirar unos ojos y sentir como en lo más profundo de ellos encuentras algo familiar; imposible es tener algo en tu cabeza que se hace realidad; imposible es reconocerte en cada gesto y pensamiento de la persona que tienes enfrente, en el reflejo de una mirada; encontrarte en el mismo lugar con alguien que te estaba esperando desde hace mucho tiempo, el mismo que has estado esperando tú. Sentir algo ilógico y que sea lo más lógico que has sentido nunca, ver como pasado y futuro se unen en el presente; sin preocupaciones porque sabes que todo va a salir bien, y aún saliendo mal sabrás que habrá valido la pena. Sin pensar, solo disfrutar. 
Replegar las velas y sentarte a contemplar todo lo que la vida no se ha prestado a dejarte ver hasta ese día. Ver un mar calmado, deseoso de ser navegado y descubrir que todo está en armonía, que todo está bien, que no puede haber nada que te pueda preocupar.
El calor de un cuerpo, la templanza de dos almas que se encuentran en la casualidad de una noche y que deciden que nunca más podrán separarse, dos personas que se encuentran cuando en realidad se han estado buscando toda la vida.
Qué imposible es pensar que esto puede llegar a pasar y qué importante es confiar en que algún día pasará. Creer en lo imposible es lo que nos hace humanos y nos empuja a levantarnos cada día para cumplir con nuestra rutina.
Como todo lo imposible, cuando se piensa posible, desaparece, pierde su encanto y deja de ser nuestro leit motiv. Dentro de su propia naturaleza lo imposible no es posible de alcanzar porque pasaría a formar parte de este mundo rutinario del que tanto necesitamos huir. No nos sintamos obligados a buscar lo imposible porque en cuanto lo alcancemos se esfumará. Sigamos soñando todas las noches en la cama, levantándonos pensando en ello, pero por Dios, no lo hagamos realidad. Necesitamos vivir de utopías para huir de las banalidades que nos atacan en este mundo nuestro.
Pero lo más peligroso de hacer posible lo imposible no es la falta de motivación al conseguirlo, sino que una vez traído a ese mundo lo llamaremos amor y ya estaremos perdidos. El amor teje un red alrededor de nosotros que nos envuelve sin soltarnos jamás, haciéndonos unos yonkis de sus efectos y drogodependientes de sus secreciones químicas. En este estado, nos asomaremos a cada instante al mundo de lo imposible para poder arrastrar lo primero que se nos cruce, lo que ni siquiera es digno de intentar hacerlo traspasar la frontera; todo por conseguir nuestra dosis diaria de imposibilidad. Las consecuencias nefastas de jugar a ser alquimistas convirtiendo el plomo en oro.
La imposibilidad de lo imposible está ahí para respetarla. Sentemonos a admirarla, a verla en la distancia, a desearla, sin intentar arrastrarla a este mundo en el que sobran tantas cosas innecesarias. Pero si algún día ella nos elige, nos lo hará saber y cruzará por su propio pie para instalarse de forma definitiva en un lugar donde, aunque no sea su hábitat natural, nos hará sentir como si hubiera estado con nosotros toda la vida.

sábado, 14 de mayo de 2016

Carta abierta a una sociedad heterosexual

Cuando era pequeño siempre pensaba que cuando tuviera esos lejanos 30 años tendría mi familia; una esposa que fuera muy hacendosa y unos hijos a los que ayudaría a hacer los deberes cuando llegara del trabajo. Quiero pensar que todos, cuando somos niños, pensamos en esa estampa como cúlmen de la felicidad terrenal. Nacer, crecer y morir junto a tu compañera de vida dejando un legado en forma de genes; la necesidad de repetir los patrones que vivimos, sin pensar que existe millones de formas más para ser feliz. Ahora, ya rozando los 30, me he dado cuenta que la vida me tenía preparado algo mucho mejor: ser dueño de mi destino.
Soy homosexual. Y aunque no quiera, será la etiqueta que me acompañe siempre en mi relación con esta sociedad heterocentrista. Podría ser cirujano, presidente del gobierno o un asesino en serie, pero la etiqueta siempre estaría presente: cirujano homosexual, presidente homosexual o asesino homosexual. Siempre seré el amigo gay o el compañero de trabajo gay. El vecino gay o el hijo gay. Eso sí, para algunos no pasaré de ser un maricón a secas.
Celebro, y gran parte de la sociedad lo hace, la adquisición de derechos que estamos ganando a lo largo de lo años: el matrimonio, la adopción o la posibilidad de poder expresar nuestro amor en público con el mínimo (en el mejor de los casos) de reproches. Pero si nos paramos a pensar detenidamente lo único que ha cambiado es la forma, pero no el fondo. En una sociedad donde cada vez nos importan menos los demás, la parte buena es que puedes hacer lo que quieras mientras no molestes. Eso nos ha llevado a conquistar unos derechos a base de mucha sangre y sufrimiento para poder igualarnos ante los demás; elegir dormir, y hacer el amor en el mejor de los casos, con quien queremos ya nos coloca en un status más bajo que al resto y tenemos que iniciar una lucha para recuperarlo.
Tenemos constantemente que demostrar que no somos pederastas, ni viciosos, ni gente de mal vivir. La obsesión por ser como el resto nos lleva a exigir a todo el colectivo que se comporte como debería de comportarse una persona normal. Nos vemos obligados a defender diariamente nuestras decisiones y las de nuestro colectivo para poder seguir en la élite social, lo que crea un conflicto interno: marginamos a la persona con pluma, a la que le gusta los cuartos oscuros o a la que ha elegido una vida que no se adapta a las concepciones judeocristianas de nuestra sociedad occidental; todo por demostrar que no somos la amenaza que nuestros detractores intentan demostrar.
Luchamos contra la Iglesia, contra Dios, contra la derecha y, a veces, en momentos de debilidad contra nosotros mismos. Vivimos en una constante guerra en la que tenemos que demostrar, demostrar y demostrar que somos dignos de sentarnos en la mesa del primer mundo.
No todo está ganado. Tenemos que asumir que no somos iguales al resto, que siempre nos acompañará la diferencia, la diferencia de no hacer lo que la sociedad exige. Somos una pieza más de este mundo plurimórfico y no debemos intentar encajar donde no está nuestro hueco. Tenemos que luchar incansablemente por nuestros derechos, pero no para ser iguales sino para ser diferentes en igualdad de condiciones.
Aún así, entre tanta diferencia hay una cosa que nos hace a todos iguales: el amor. Con tanta lucha a veces olvidamos que por lo único que estamos luchando es por amor, por el derecho a decidir a quien amamos y demostrar que eso no tiene género, orientación ni expresión sexual; para que cuando se mire a dos hombres o mujeres cogidos de la mano el resto del mundo se pueda reconocer en esas miradas, esos ojos o esas caricias; y que tantas diferencias que nos separan nos unan en un clónico sentimiento por el querer compartir, follar, discutir y hasta odiar a la persona de la que estamos enamorados.
Ahora, que ya estoy crecidito, me he dado cuenta que el destino me había guardado algo mucho mejor para mi: el poder desarrollarme como persona, sin abrazar estereotipos y sin tener que seguir unos cánones que no a todos les viene bien. Aunque la lucha continúe, tengo que asumir que mi diferencia es lo que me hace ser yo a los ojos de la sociedad. Además, sentirme afortunado por saber que tengo detrás de mi a muchísimos hombres y mujeres que han dado su vida por luchar por los derechos que ahora disfruto  y que pueda pasear de la mano con quien quiera.
Ese orgullo gay del que tanto se habla, entre carrozas y confeti, realmente está vivo cuando los demás lo único que pueden hacer es añadirle la palabra homosexual a cualquier sustantivo que esté relacionado con tu persona; y sobre todo y más importante, cuando con una gran sonrisa pienses: Gracias a los que conseguisteis que todo se reduzca a un adjetivo que nos acompaña en nuestros quehaceres diarios en una sociedad donde la diferencia se paga caro.

domingo, 8 de mayo de 2016

Soledades en la era digital

Caminamos por esta vida con la esperanza de encontrar a alguien que nos acompañe, nos apoye y nos haga más fácil el camino. Normalmente, queremos que esa persona sea nuestro compañero de viaje y de cama para no sólo hacernos más liviano el camino sino también más divertido. Cada vez más gente decide hacer su camino a solas, sin necesitar a nadie que le haga de bastón al caminar; decisión respetable pero que me hace plantearme alguna que otra pregunta.
El concepto de ser social que describen todos los libros cuando hablan de nuestra especie se ha deformado. Queremos tener gente al lado para volcarle nuestras frustraciones, para que nos aguante, para que nos haga compañía en esas noches en las que, aún sin quererlo, nos damos cuenta que necesitamos a alguien que nos abrace por la noche. Pero, en cuanto amanece y se nos pasa la morriña, todo queda como un favor mutuo, como cuando estás perdido en mitad de la montaña y tienes que abrazarte a tu compañero de viaje para no morir de frío. Pura practicidad.
Practicidad. Nos hemos vuelto demasiado prácticos. Tenemos smartphones que nos llevan a la misma puerta del lugar que buscamos, ordenadores que nos hacen el trabajo más fácil y redes sociales que nos ayudan a  ser populares sin salir de casa. Todo lo que nos rodea en nuestra vida cotidiana es tan práctico que lo que requiere un mínimo proceso mental para comprenderlo nos da máxima pereza, como las relaciones humanas. Aún no existe aplicación que nos marque el camino cuando te relacionas de una forma íntima con otra persona, así que hay que echar mano del cerebro y de nuestra ¿inteligencia? emocional. ¡Qué pereza! Mejor encajar piezas en el Candy Crush que en nuestra vida.
Pobres de nosotros. Queremos olvidar lo que significa la palabra soledad. En un mundo interconectado nadie puede sentirse solo. Whatsapp, Facebook, Instagram, Twitter, Youtube… La falsa ilusión de no estar solos nos hacer olvidar que nunca estamos acompañados.
La soledad nos vuelve egoístas. No hay por qué atender las necesidades de los demás, todo se reduce a un mero intercambio para seguir sobreviviendo en este mundo en el que uno es fuerte hasta que encuentra a alguien que lo hace débil. Y no hay nada más desagradable en este individualismo moderno que encontrarte con una persona que te haga sentir vulnerable. No nos damos cuenta lo maravilloso que es encontrar a alguien que te tire al suelo, te haga sentir desnudo y a merced del destino.
Todos disimulamos muy bien. Si nos subimos en cualquier vagón de metro nos encontraremos con un montón de personas ensimismadas que viven esta vida sin necesitar nada, ni a nadie, bajándose en sus paradas, haciendo su rutina y seguras de sí mismas con la confianza de que aunque pierdan el rumbo siempre habrá una aplicación que les marque el camino hacia ningún lugar.