viernes, 23 de octubre de 2015

Autopsia a un fantasma

Esta mañana he leído un artículo en el que se decía que se había descubierto en una galaxia lejana una estrella similar al Sol, que había muerto y que estaba devorando los planetas que orbitaban a su alrededor, uno de características similares a la Tierra. En el artículo también hablaba de que muy probablemente, en unos 500.000 años a nuestro sistema solar le pasaría lo mismo y seríamos absorbidos por  el Sol. Mi primera reacción ha sido pensar lo poco que me importa a mí lo que pase dentro de 500.000 años. Pero después he pensado lo que podría pasar si el cálculo de los científicos estuviera equivocado y que una mañana nos despertáramos con la noticia de que, lamentablemente, el Sol nos engulliría de un momento a otro.  Al más puro estilo Melancholia de Lars Von Trier me veía como Kristen Dunst, pasando de todo.
Pensemos un poco. Somos una enorme masa de seres, aparentemente solos en todo el universo, y no hacemos otra cosa más que poner microuniversos entre nosotros. Vivimos como si fuéramos eternos, como si estuviéramos sobre el bien y el mal, como si el mundo estuviera a nuestros pies. Cuando pienso los microuniversos me refiero a esos que ponemos entre la persona que llevamos sentada al lado en el metro, entre el tío con el que compartimos la cama una noche o entre la peluquera que nos corta el pelo. Tenemos una falta de pasión absoluta por relacionarnos, por dejarnos sentir, por rozarnos, por aprender unos de otros. Nos están enseñando a que lo más importante en nuestra vida somos nosotros mismos, que tenemos que pensar en nuestro bienestar y al final, cueste lo que cueste, conseguir lo que nos proponemos. Nos olvidamos que estamos rodeados de otras personas y que esas personas también se olvidan de nosotros. 
Cuando dos personas se van a la cama, se rozan, se tocan, intercambian fluídos, abren la puerta de sus mundos para que entren a satisfacerles. Pero una vez logrado el objetivo salen por donde han entrado. Follamos porque el cuerpo nos lo pide, porque lo necesitamos, porque nos gusta, porque nos encanta sentir la sensación de poder aceptar y rechazar a nuestro antojo, de dejar la puerta entreabierta o dar con ella en las narices. Nos acostamos unos con otros, nos penetramos por la simple idea de que es lo que hay que hacer, pero pocas veces sentimos que hervimos por dentro. 
Somos fantasmas. Nos pasamos la vida arrastrando las cadenas, haciendo el máximo ruido para que nos miren. Y cuando alguien nos presta atención desaparecemos en la oscuridad, por miedo a que nos vean de verdad, preferimos vagar de esquina en esquina. Buscamos el amor, buscamos la aceptación, buscamos sentirnos queridos, pero no nos atrevemos a aparecernos, a convertirnos en seres de carne y huesos decididos a hervir por dentro. Es muy fácil estar en forma de ectoplasma para que en cuanto haya algo que nos asuste podamos atravesar la pared.
Queremos una familia, una mudanza, una persona que nos arrope en invierno y nos de calor. Pero se nos olvida toda esa gente que no llega a ese punto, que se cruza en un momento de nuestras vidas, para darnos calor una noche, para ser nuestro amor de madrugada.
Rechazar nos hace sentirnos seguros de nosotros mismos, reafirmar nuestro ego, para luego irnos solos a la cama, añorar ese amor que nunca llega y olvidar ese que no es suficientemente bueno para nosotros. Siempre queremos más porque nada está a nuestra altura, nosotros valemos mucho más. Nos asustamos, tenemos miedo, preferimos pensar que no existe sobre la faz de la tierra nadie que sea capaz de hacernos sentir completos. Estamos vacíos, vacíos por dentro y eso es imposible de llenar. Saltamos en charcos vacíos, nos rebozamos entre las telarañas de nuestras miserias una y otra vez. Andamos absortos en nuestros universos, imponiendo nuestras reglas, desechando a quien no las acepta y también a quien las acepta. No tenemos claro lo que queremos, simplemente sabemos que no queremos nada; que nada nos corresponde ni nos llega a la altura del zapato. Así, todas las noches nos metemos en la cama, solos, sin tener siquiera la idea de que algo hacemos mal. Si fuéramos conscientes de lo ínfima que es nuestra existencia nos daríamos cuenta que vale la pena amar a cada persona que se nos cruza en la vida, aunque sea por un minuto, porque no hay nada mejor que hacerlo sin la necesidad siquiera de que te tenga que llevar a cenar. Sentir en cada paso y en cada cruce de miradas eso que tendría que ser por lo que viviéramos cada día, sin esperar a que cumplan todos los requisitos. Amar, coño, que se ponga la piel de gallina con cada roce, que nos reviente la cabeza con cada beso. De eso deberíamos de preocuparnos y que cuando mañana se vaya, antes del desayuno, te des la vuelta en la cama con una sonrisa. 
Pero tenemos miedo. Miedo a querer más de una misma persona; a volvernos monógamos y necesitar el mismo aliento en nuestra boca cada día. Tenemos miedo de no poder valernos por nosotros mismos, pero estamos equivocados, cuando más se ama, más libre se es.
Y así vagamos por el planeta Tierra, andando unos con otros, chocándonos, durmiendo solos aunque estemos acompañados y pensando en cuando llegará ese gran amor que nos transforme por dentro.
El día que veamos en los informativos que nos acercamos rápidamente al Sol para ser destruidos nos daremos cuenta que ya no tendremos tiempo de repartir todo el amor que tenemos dentro y que en cuestión de minutos todo quedará reducido a cenizas, las cenizas del amor que nunca llegó a arder.